A mi Puqueña Reina de Corazones,
para que un día aprenda a jugar sus cartas
y gane la partida.
Érase que no ha mucho tiempo que era, una niña chiquita y rosada, tierna en su juventud pero experta en el arte de las manos y las cuevas de serpientes.
Esa niña llevaba el nombre de su primera madre y, como todas las princesas de cuento, renegaba de ella, no se sabe si por malvada y fatal o por ausente.
Esta niña chiquita, princesa huérfana y fatalista caminaba por un camino, no de baldosas amarillas, sino de polvo y espinas a cada paso desde que se convirtió en reina.
El empedrado de su camino a la Ciudad Luz había desaparecido y seguí su senda caminando con dificultad cargando la mochila de sus pesamientos, sus lágrimas y las de otros.
No caminaba sola. Todos los héroes de los cuentos llevan compañía, y esta dulce reina portaba entre las páginas de un libro invisible la crisálida de una libélula, un hermoso ave de plumas doradas entre sus brazos y la intermitente compañía de un arco de luz de colores y un espíritu estrella.
Hacía poco tiempo, sus pasos se volvieron más apresurados ya que, en su corazón y en el alma del pájaro dorado algún mal se había implantado sin que pudiera ver el remedio, por eso guiaba sus pasos con rapidez, tratando de no tropezar con los obstáculos que amenezaban en su camino.
Pero no podía evr la luz de la Ciudad al final, como siempre hacía, como siempre aparecía cuando, cansada de las heridas en sus pies y los cristales rotos se sentaba en un recodo a descansar y, de pronto, cuando pensaba en lanzarse al abismo que cortaba el camino, aparecía la luz, se levantaba y continuaba sin detenerse.
La pequeña reina había crecido en el camino, había conocido lobos y ranas, había besado tantos príncipes que ya había perdido la cuenta de los besos perdidos, se había internado en la oscuridad, había luchado con el monstruo que desgarraba sus ser y lo había dejado recluido en un rincón de fuego. La pequeña reina había ido creciendo en espíritu, pero seguía siendo la pequeña reina, frágil como un cristal de luna, libre como la voluntad del viento y sentía que madurar le dolía porque aquel pájaro de oro, compañero de juegos nocturnos, amigo desde hacía muchos años, se le iba entre las manos como si el oro se desmenuzase en arena, se convertía en arena deplaya y no podía hacer nada, no podía hacer nada porque ella era un ser de tierra y él se transformaba en un ser de viento y de mar.
La pequeña reina lloraba sobre su pájaro de oro y arena por ver si lo convertía en barro y, como una nueva diosa, lo hacía a su imagen y semejanza, pero nada podían sus tiernos llantos de pequeña reina peregrina, no tenía alas como el cuervo que un día hundió en ella su picó, más profundo d elo que ella hubiera querido, y no podía pedirle a la libélula, aún en crisálida, que la llevara entre sus patas cuando aun no había aprendido a volar.
Debía aprender a ser sirena o ninfa, sumergirse en la profundidad de sus llantos de océano y no morir en el dolor, debía aprender a nadar antes que a volar, comprender que no importa dónde te lleven las olas, porque siempre habrá una playa que te acoja.
Ese día, aunque el pájaro de oro se haya convertido al fin en un hombre de arena, lo encontrará en cada playa, en cada viento, en acda rincón del mundo, y el océano será su tálamo, y las playas su reposos, y el cielo su libertad, y entre las olas de espuma y sonrisas abrirá un hogar en el que cada tarde, como siempre, al atardecer, podrá jugar su partida de póker, pero esta vez, habrá aprendido a jugar sus cartas y no perderá los ases ni los corazones.
2 comentarios:
Muchas gracias, mi pequeña libélula, me ha gustado mucho, muy emotivo, aunque supongo que la mayor parte de la gente no lo entenderá...
bueno, como cuento es una alegoría algo decentilla, creo yo.
con que te haya gustado me basta.
a ver si consigo hacer unos cuantos y os doy una sorpresa un año de éstos.
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