Verlas pasearse ufanas sobre unos tacones más altos que tus piernas mientras evitas las minifaldas sin medias o los vestidos con la espalda al aire que se han de llevar sin sostén.
Sentirse perdida en un mar de sirenas.
Recordar tu nombre. Empezar a nadar, aunque a veces sea contra corriente. Sacar del armario los escotes, lucir caderas y pensar que mejor saber que exista donde agarrarse cuando la tierra tiemble a que el aire se te lleve como una hoja seca.
Y pensar, por último, que, ¡pobrecitas!, con esas caderas el futuro se les abrirá camino a trompicones entre las piernas.
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